martes, 2 de abril de 2013


CIEN AÑOS  DE SOLEDAD 
GABRIEL GARCÍA MARQUEZ

En el aturdimiento de los últimos años, Úrsula había dispuesto de muy escasas treguas para  atender a la formación papal de José Arcadio, cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas  para irse al seminario. Meme, su hermana, repartida entre la rigidez de Fernanda y las amarguras  de Amaranta, llegó casi al mismo tiempo a la edad prevista para mandarla al colegio de las  monjas donde harían de ella una virtuosa del clavicordio. Úrsula se sentía atormentada por graves dudas acerca de la eficacia de los métodos con que había templado el espíritu del  Sumo Pontífice, pero no le echaba la culpa a su tambaleante vejez, sino a algo que ella  misma no lograba definir pero que concebía confusamente como un progresivo desgaste del  tiempo. «Los años de ahora ya no vienen como los de antes», solía decir, sintiendo que la  realidad cotidiana se le escapaba de las manos. Antes, pensaba, los niños tardaban mucho para  crecer. No había sino que recordar todo el tiempo que se necesitó para que José Arcadio, el  mayor, se fuera con los gitanos, y todo lo que ocurrió antes de que volviera pintado como una  culebra y hablando como un astrónomo, y las cosas que ocurrieron en la casa antes de que  Amaranta y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el castellano. Había que ver  las de sol y sereno que soportó el pobre José Arcadio Buendía bajo el castaño, y todo lo que hubo  que llorar su muerte antes de que llevaran moribundo a un coronel Aureliano Buendía que  después de tanta guerra y después de tanto sufrir por él, aún no cumplía cincuenta años. En otra  época, después de pasar todo el día haciendo animalitos de caramelo, todavía le sobraba tiempo  para ocuparse de los niños, para verles en el blanco del ojo que estaban necesitando una pócima  de aceite de ricino. En cambio, ahora, cuando no tenía nada que hacer y andaba con José Arcadio  acaballado en la cadera desde el amanecer hasta la noche, la mala clase del tiempo le había  obligado a dejar cosas a medias. La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya  había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y  fastidiaba a los forasteros con la preguntadora de si no habían dejado en la casa, por los tiempos  de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a  ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía  levantarse de la cama, parecía simplemente que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie  descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al  principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de  tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se  hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del  invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el  resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se  empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para  seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas.
Mucho después  había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con  una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de  la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y  sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir, Conoció con tanta seguridad el lugar en que se  encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión,  Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en  una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban  descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la  tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia  repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi  repetía las mismas palabras a la misma hora. Sólo cuando se salían de esa meticulosa rutina  corrían el riesgo de perder algo. De modo que cuando escucho a Fernanda consternada porque había  perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único distinto que había hecho aquel día era asolear las  esteras de los niños porque Meme había descubierto una chinche la noche anterior.
Úrsula vivió sus últimos días llena de incertidumbre, temores y llena de dudas que jamás logro saber si era solo un sueño.

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