CIEN
AÑOS DE SOLEDAD
GABRIEL GARCÍA MARQUEZ
En el aturdimiento de los
últimos años, Úrsula había dispuesto de muy escasas treguas para atender a la formación papal de José Arcadio,
cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas para irse al seminario. Meme, su hermana,
repartida entre la rigidez de Fernanda y las amarguras de Amaranta, llegó casi al mismo tiempo a la
edad prevista para mandarla al colegio de las
monjas donde harían de ella una virtuosa del clavicordio. Úrsula se
sentía atormentada por graves dudas acerca de la eficacia de los métodos con
que había templado el espíritu del Sumo
Pontífice, pero no le echaba la culpa a su tambaleante vejez, sino a algo que
ella misma no lograba definir pero que
concebía confusamente como un progresivo desgaste del tiempo. «Los años de ahora ya no vienen como
los de antes», solía decir, sintiendo que la
realidad cotidiana se le escapaba de las manos. Antes, pensaba, los
niños tardaban mucho para crecer. No
había sino que recordar todo el tiempo que se necesitó para que José Arcadio,
el mayor, se fuera con los gitanos, y
todo lo que ocurrió antes de que volviera pintado como una culebra y hablando como un astrónomo, y las
cosas que ocurrieron en la casa antes de que
Amaranta y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el
castellano. Había que ver las de sol y
sereno que soportó el pobre José Arcadio Buendía bajo el castaño, y todo lo que
hubo que llorar su muerte antes de que
llevaran moribundo a un coronel Aureliano Buendía que después de tanta guerra y después de tanto
sufrir por él, aún no cumplía cincuenta años. En otra época, después de pasar todo el día haciendo
animalitos de caramelo, todavía le sobraba tiempo para ocuparse de los niños, para verles en el
blanco del ojo que estaban necesitando una pócima de aceite de ricino. En cambio, ahora, cuando
no tenía nada que hacer y andaba con José Arcadio acaballado en la cadera desde el amanecer
hasta la noche, la mala clase del tiempo le había obligado a dejar cosas a medias. La verdad
era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y
estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la
preguntadora de si no habían dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo
guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a ciencia cierta cuándo empezó a perder la
vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía levantarse de la cama, parecía simplemente
que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había
notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una
debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los
ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el
punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando
instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues
habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las
distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se
lo permitieran las sombras de las cataratas.
Mucho después había de descubrir el auxilio imprevisto de
los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes
y el color, y la salvaron definitivamente de
la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar
la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo
estaba la leche a punto de hervir, Conoció con tanta seguridad el lugar en que
se encontraba cada cosa, que ella misma
se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había
perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños.
Sencillamente, mientras los otros andaban
descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro
sentidos para que nunca la tomaran por
sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la
familia repetía todos los días, sin
darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora.
Sólo cuando se salían de esa meticulosa rutina corrían el riesgo de perder algo. De modo que
cuando escucho a Fernanda consternada porque había perdido el anillo, Úrsula recordó que lo
único distinto que había hecho aquel día era asolear las esteras de los niños porque Meme había
descubierto una chinche la noche anterior.
Úrsula vivió sus últimos días
llena de incertidumbre, temores y llena de dudas que jamás logro saber si era
solo un sueño.